Un nuevo movimiento nos aguarda: El novecentismo o Generación del 14. Además de la poesía de Juan Ramón Jiménez, los ensayos de Ortega y Gasset, Eugenio D'Ors o Manuel Azaña, cabe destacar la labor de algunos novelistas como Ramón Pérez de Ayala o Gabriel Miró.
Este movimiento se caracteriza por el racionalismo (frente al irracionalismo modernista) y el antirromanticismo (se rechaza la exageración en lo sentimental y pasional; se prefiere lo clásico en tanto y cuanto equilibrio y serenidad). Además, se defiende un arte puro (la función del arte no es otra que la creación de belleza y el disfrute estético), de estilo muy cuidado. El resultado es una literatura que podríamos calificar de aristocratismo intelectual (la literatura es para los entendidos, para la inmensa minoría según Juan Ramón Jiménez).
A continuación, os dejo un texto de Gabriel Miró procedente de Las cerezas del cementerio de 1926 para que hagáis un comentario de texto narrativo más y así os adentréis en este nuevo movimiento. ¡Disfrutad!:
Félix
desapareció en las penumbras de los corredores. La sala blanca estaba
entornada. Llamó. Vio a su prima junto al vano del balcón, cerrado sólo con
puertas de celosías. Pasaba la luz teñida de verde por el ramaje tierno de una
acacia, esarparciéndose sobre la cabecita de Isabel.
-
¡Te marchas de veras! - La
voz sonó mística en el recogimiento de la estancia.
Encima de la repisa de una imagen de
Nuestra Señora de Lourdes derretía su perfume una vara de nardos.
Félix apiadose de sí mismo, porque
no había sabido sentir el latido de esta via, cuyo recuerdo aletearía ya
siempre sobre su alma. Sumido en la paz de este aposento, lleno de la fragancia
de los nardos, que le suavizaban el corazón como un ungüento precioso y
sagrado, pareciole aspirar la boca y el corazón de la doncella y aromas de
pureza que emanaban de todo el recinto; y olvidose de su viaje. Percibía una
íntima caricia, un blando vientecillo que le refrescaba, que le mitigaba de la
escondida brasa de sus pasiones.
Vino Silvio. Y Félix oprimió las
pálidas manos de Isabel, contempló el piano, y dijo enternecido:
-
¡Qué poco te he oído!
Ella,
sonriendo contristada, le repuso:
-
¡Y yo, qué poco te he visto!
Creyó Félix que las palabras de su
prima descendían de lo alto, como una gracia del Señor. Y arrebatado, transido
de dicha y de congoja, huyó por no llorar.
Bajaba con locura los peldaños. De
súbito, sus pies hirieron algo recio y vivo que cayó rebotando en las losas.
-
¡Oh, la tortuga, la pobre
tortuga!
Su dueña gritó angustiadamente. Y Félix
pensó un instante si no le acompañaba algún maleficio. ¡Siempre estaba ansioso
de alegría, y en todo dejaba una ráfaga de tristeza, de infortunio, que
alcanzaba a un ser tan sosegado como la tortuga!
La tortuga rodaba sobre su corteza;
asomaba con grande asia su aterrada cabecita, chata, de sierpe, y su cuello se
retorcía flácidamente, pareciendo que fuera a salírsele y desprenderse, y con
las patitas arrugadas, cuya piel le estaba ancha y larga, buscaba muy afanosa
el suelo.
Félix la cogió; la tuvo en sus
manos,, mirándola, mirándola; y después la puso en el regazo de la portera.
-
¡No se ha hecho nada! - gritó
con júbilo de chico. Y salió, y lo doró el sol de la tarde.